martes, 13 de noviembre de 2007

El yayo Ramón

Recuerdo los veranos, primaveras, otoños e inviernos que he pasado en Bétera con muchísimo cariño, sobre todo los veranos. Las reuniones familiares en Bétera eran muy frecuentes. Yo coincidía muchas veces con mi primo Chami y junto con Migue pasábamos ratos muy divertidos. A veces venía Jose Ramón y entonces ya eran tres los que se metían conmigo y me hacían trastadas, otras muchas veces jugábamos correteando por el chalet o metidos en la habitación de Migueloncho.

Recuerdo muy claramente muchos momentos en los que mientras yo correteaba por el chalet, entraba el YAYO RAMON con su sombrero, su sonrisa y su matojo bien grande de hierbas silvestres, manzanilla, rabo de toro, tomillo etc. y como no, con su gallato.

Recuerdo con mucho cariño su sonrisa y su pequeño tembleque de cabeza dándome un beso.
Pero sobre todo recuerdo con mucha mucha añoranza las cenas familiares de invierno, con la chimenea encendida y la mesa preparada para "cuarenta", el puchero de Navidad, la mesa para los niños a parte claro!

Y en la sobremesa el YAYO RAMON nos recitaba, de memoria, unas poesías largas muy bonitas en valenciano y con mucho mucho sentimiento.

Hay momentos y personas que nunca olvido y una de ellas es el YAYO RAMON aunque mi yayo no era, era el YAYO RAMON.

Irene


sábado, 3 de noviembre de 2007

Los Fuegos Fátuos

Mi padre me llevó en una ocasión con él a pintar en una fábrica de telas en Calamocha. Un día, el dueño le dijo a mi padre si quería pintarle el panteón de su familia para el 1 de noviembre (estábamos a finales de octubre). Para no perder tiempo en el trabajo fuimos a pintarlo de noche.

Cojimos todo el material, escalera incluida, y después de cenar salimos hacia el cementerio. No se encontraba muy lejos, pero estaba en lo alto de un promontorio y la visión que un niño de mi edad (andaría yo por los 15) tenía de un lugar como aquel se semejaba mucho a esas viejas películas de terror que nos tenían atemorizados a toda la chiquillería. Esa noche había luna llena, y su blanca luz incidía sobre las vallas y la puerta, dándole un aspecto, a mis ojos, terrorífico.

El sepulturero le había dejado a mi padre las llaves del cementerio y del panteón. Al abrir aquella verja, los goznes chirriaron de una manera que aumentó más aún el miedo que ya tenía.

Al entrar, a la izquierda, estaba el panteón. Era el único que había. Abrió mi padre la puerta y al entrar, sonaron nuestras pisadas a hueco, y esque los difuntos estaban debajo mismo de nosotros, en una bóveda.

Encendimos unas cuantas velas (no había electricidad) y un hornillo para calentar la pintura (hecha con un material que hacían hirviendo pieles de conejo, que soltaba una especie de gelatina que al secarse endurecía, y que vendían en forma de pastillas). Como necesitábamos agua me mandó ir a buscarla. Salí a por ella con un cubo y con bastante miedo, que todavía se hizo mayor al ver (al entrar, con el susto, seguramente no me había dado cuenta) como a unos 20 centímetros del suelo, una especie de niebla brillante formada por puntitos blancos.

Me quedé paralizado, sin fuerzas. Mi padre que no me quitaba ojo de encima, me preguntó qué me pasaba y yo le expliqué como pude lo que estaba viendo. Entonces vino hacia mí y me abrazó riendo. Me contó el motivo de tan extraño fenómeno. Me dijo que era el fósforo de los huesos enterrados allí, y que se les conocía como ‘fuegos fátuos’.

El miedo no se me pasó, pero el abrazo que me dió mi padre y el ánimo que yo le vi me calmaron bastante. Aunque después de tantos años (tengo ahora 75) sigo recordándolo como si de ayer mismo se tratase.

Tu hijo Ramón.


La Batalla de Flores

El mes de julio, en Valencia, se celebra con fiestas especiales: corridas de toros, concursos de bandas de música, una feria para disfrute de niños y de mayores, exibiciones aéreas, carreas de bicicletas, y muchas cosas más.

El final de todas las fiestas es una ‘batalla de flores’. Se trata de un desfile de carrozas financiadas por falleros y entidades oficiales o particulares.

La batalla en sí consiste en arrojarse flores unos a otros, desde las carrozas al público y viceversa. Es una guerra incruenta, alegre y festiva.

Todo lo escrito anteriormente es para explicar lo siguiente. Como siempre había muchísima gente en ese desfile, mi padre (que siempre llevaba a mis dos hijos a ver la batalla) cogía una pesada escalera de madera de unos dos metros de longitud que al abrirla formaba en la parte superior una pequeña plataforma de 30 por 60 centímetros. La llevaba sobre su hombro y marchaba caminando con ella y los dos críos unos dos kilómetros hasta la Alameda.

Luego nos contaba que la gente, al verlo, lo miraban sorprendidos y sonreían, pero cuando abría la escalera y los niños subían a lo alto, para acomodarse allí y ver sin ninguna molestia la cabalgata, la gente se le acercaba para pedirle que les dejaran subir a alguno de sus peldaños. Decía él que entonces ya no reían al verlo cargado con la escalera.

Siempre fue hombre fuerte y animoso.

Tu hijo Ramón.


La vigilancia

Mi padre solía invitarnos a muchos de sus viajes. Mayormente a mí y a mi hermana con nuestras respectivas parejas (mi mujer y mi cuñado).

No recuerdo por qué motivo, una vez invitó solo a mi cuñado a acompañarlo a Mallorca en un viaje de una semana. Mi hermana se quedaba en casa con los hijos, así que le pidió a nuestro padre que hiciera el favor de vigilar bién a su marido, pues su pillería era sobradamente conocida.

A la vuelta nos contó mi padre que lo habían pasado muy bien, pero que a Miguel (mi cuñado) lo había pillado en un par de ocasiones a punto de escabullirse de la habitación. Nos contaba que oyéndolo levantarse, le dejaba vestirse en la oscuridad por completo antes de encender la luz y descubrirlo con el pomo de la puerta ya en la mano, la ropa desconjuntada y los calcetines de distinto color.

Nos reímos todos mucho imaginando lo cómico de la situación, y mi cuñado, resignado, le confirmaba a mi hermana lo bien vigilado que había estado.

Tu hijo Ramón.